Podemos: parlamento o calle

Podemos: parlamento o calle

Parlamento o calle. Resistir o avanzar. Siempre dicen los puristas que está mal principiar un artículo repitiendo el título que lo enmarca, pero para el caso que nos ocupa es más pertinente que nunca. Porque en ésas están en Podemos, donde las lanzas ya no son de puertas adentro, sino de balas dialécticas que pasan de lo digital al mitin en cuestión de minutos. Dos familias, pablistas contra errejonistas luchando por la hegemonía del partido y el cariño del pueblo. Nada que no vivieran el PSOE y el PP, aunque esta disputa se haga en versión estéreo y en círculos molones, que ellos son muy democráticos. En efecto, en Podemos se debate estos días si la estrategia de nosotros contra todos sigue siendo efectiva o es conveniente abrir el abanico de la persuasión y ventilar a más electorado que el que tuvieron en junio.

De un lado está Errejón y su perfil estratégico. El que quiere seducir a costa de diluir las fronteras ideológicas que enmarcan su mensaje. Es consciente de que Podemos necesita dar un paso en lo institucional, asentarse en un parlamentarismo batallador, antes de que el bipartidismo resucite y de nuevo insufle aire a los desencantados que huyeron. Iñigo desayuna a menudo con Laclau y sabe que construir pueblo no es sino una metáfora revolucionaria que esconde un transversalismo ficticio. Ningún país latinoamericano de corte populista que ha abrazado a dictadorzuelos han creado o creído en esa transversalidad. Todos acaban en una hegemonía unitaria, un monolitismo de partido que infiere un desapego a la democracia liberal. Pero mientras eso se diluya en núcleos irradiadores que nadie entiende y someta su retórica a la calma de la explicación sosegada, ganará enteros de correcta percepción social.

Pablo Iglesias, por contra, es el táctico en este juego. Prefiere la resistencia de la calle a la cal viva del Parlamento. No quiere un letargo institucional que pueda favorecer un adormecimiento de su electorado. Los quiere permanente cabreados, indignados, movilizados. Hace de su postura política una lógica de verbo. Combativo, desafiante e hiriente, encuentra su hueco en masas enfervorecidas. Su línea, con lugartenientes como Espinar y Echenique, aleccionados en la causa, es clara: si somos como todos, desapareceremos como ninguno. Lleva desventaja porque en política, las formas determinan el fondo. Y las suyas son convenientes en la batalla de una campaña, en el sanedrín verdulero de una tertulia, en una conferencia de convencidos, pero no en el día a día de una negociación, no en la manera de dirigir una formación preparada para crecer y para descoserse con la misma facilidad y por los mismos costados.

Ambos, Errejón e Iglesias, juegan al lenguaje porque conocen su importancia en la acción política posterior. El discurso y el enmarcado a partir del cual se desarrolla constituye la vía más productiva de persuasión global. No disimulan que en esa comunión de ideas y pasiones, la retórica sea «la anatomía del mundo ideológico». Hacen de la política una serie de televisión de pago por visión. Un vodevil de traiciones y desencuentros en prime time para regocijo de tus apóstoles mediáticos. La política, a falta de líderes carismáticos, de políticos con magnetismo, nos propone un juego de tronos con profesores de tarima añeja y atril endeble. El táctico frente al estratégico. En aquel PSOE bifronte, fue Guerra quien salió pitando en el ocaso de González. En el PP de Rajoy, los aguirristas no se recuperaron de aquel 2008 en Valencia. Que tome nota Errejón. Pablo, dicen quienes le conocen, no paga a traidores.

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