Los ingleses han ampliado cinco veces el territorio de Gibraltar robando terreno a España

Gibraltar
Peñón de Gibraltar (Foto: AFP).

Entre la perfidia británica y la desidia hispánica se han extendido tres largos siglos de conflicto histórico. Gibraltar es una prolongada estafa inglesa frente a una pusilánime actitud negociadora española, ya que nuestros distintos Gobiernos siempre se enfrentaron al litigio con excesiva caballerosidad y careciendo de medios para resolverlo. Los supuestos gentlemen, por no tacharles directamente de cínicos, percibiendo debilidad en lo que sólo era –y sigue siendo– una  justa reclamación de los gobernantes españoles, se han reído de nosotros en todos los ámbitos del derecho internacional mientras rapiñaban suelo patrio desde los inicios de la disputa.

Para que se me entienda bien: no hay un solo Gibraltar, existen tres, cuatro y hasta cinco Gibraltares (ver gráficos anejos que explican cómo va aumentando la usurpación), pues los ingleses han ido expandiendo territorio con muy vil estilo, saltándose advertencias, normativas y resoluciones de las Naciones Unidas para anexionarse aguas territoriales imaginarias –mediante su ancestral política de patente de corso– no contempladas en el tétrico Tratado de Utrecht, donde España empezó a bajarse los calzones.

¿Qué originó el conflicto? Hagamos memoria. Durante la guerra de Sucesión dos pretendientes apoyados por sus respectivas coaliciones de naciones europeas, se disputan el trono de España como quien rifa una breva. En 1704, austríacos, ingleses y españoles toman el Peñón a otros españoles que juraban defenderlo en nombre de otro pretencioso. Años después, tras la marcha de los aliados vencedores y una vez que los ingleses se hallan a solas, deciden quedarse en la plaza fuerte, arrían el pendón real de la casa española e izan su estandarte. Así se instalaron en la Roca –a perpetuidad–, esa fue la tónica, aprovecharse de nuestras interminables excursiones a Babia y de la falta de tino en nuestros negociadores. Finalmente, en 1713, dado el beneplácito al Tratado de Utrecht, se desboca la humillación. Y ya van 303 años desde que los hooligans nos potan encima.

Antes de seguir, viertan un tazón de aceite en un estanque y habrán obtenido un efecto expansivo semejante a la ocupación británica en nuestro suelo. Al principio, el aceite se hunde, luego aflora y a ritmo lento, pero constante, se esparce sobre la superficie. Repasemos el oleoso proceso paso a paso. Enumeremos los distintos Gibraltares a medida que, a lo ancho de la Historia, se va dilatando la infamia.

En primer lugar, se firma el tratado en cuestión y el territorio cedido al Imperio Británico quedará delimitado al Peñón (Gráfico 1), junto con el derecho de asiento para comerciar con esclavos africanos e, incidentalmente, con otras raras mercancías en las Indias españolas, aunque sin derecho alguno sobre las aguas territoriales (ni sobre el espacio aéreo, ya que todavía era inexistente la aviación). Tampoco podrían residir en Gibraltar moros y judíos para evitar desórdenes entre tales razas con creencias religiosas del todo incompatibles.

Gráficos de Santiago García-Clairacq
Gráficos de Santiago García-Clairacq

Apenas un siglo más tarde, con motivo de una epidemia, los ingleses decidieron hacer saltar por los aires las fortificaciones en La Línea de la Concepción, sacando tajada de que España se hallaba ocupada por las tropas napoleónicas. Sin pensárselo dos veces, los adictos al té, rompieron las barreras de contención (por eso el pueblo se llama La Línea) y ampliaron sus posesiones hasta el istmo. Ya tenemos el segundo Gibraltar (Gráfico 2), más alargado que el primero. Cuantos matasanos y camilleros se personaron para paliar la peste resultaron ser militares de cuerpo y alma. Vaya un ¡bravo! por la ética marcial anglosajona. Pasado el tiempo y consolidado el istmo, los británicos, que no los hispanos, fabrican, levantan y sueldan la famosa verja (cuya construcción, siglo y medio después, se atribuyó la dictadura franquista para que el régimen pudiera fardar de tener su propio y original muro de Berlín).

¡Albricias! La mona colonialista vuelve a quedar bien preñada y pare el tercer Gibraltar (Gráfico 3). Con una política fullera tendente a que arraigue aún más la estrategia de la expansión, Inglaterra se lucra con que España esté en guerra con los Estados Unidos por la guerra de Cuba y asfalta Puerto Nuevo de Gibraltar en aguas españolas. Por si no bastara, los ingleses nos chantajean y, a cambio de no autorizar a los buques yankees a repostar en su dársena, ocupan cuatro millas cuadradas de aguas territoriales a partir de los tres malecones.

Ahí no se detuvo la codicia del colonizador. Construido el puerto, el inglés reinicia la gigantesca obra de ganar terreno al mar, rellenando una parte de agua salada que separa la orilla de los espigones con millones de metros cúbicos de piedra, arena y hormigón armado, echándole a la argamasa, para que cuaje como es debido, cientos de litros de sudor de obrero andaluz contratado a precio de hambre. Por arte y magia de una estafa en sesión continua ha brotado el cuarto Gibraltar (Gráfico 4), donde hoy sobrevive el 25 por 100 de su servil población. Lo que por el Tratado de Utrecht no llegaba a una milla y media cuadrada –tal que Mónaco– en la actualidad ha aumentado hasta las 2,3 millas cuadradas, según el último informe aireado muy gozosamente por la House of Commons, equivalente, es un decir, a nuestro Congreso de los Diputados.

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Gráficos de Santiago García-Clairacq.

El quinto Gibraltar surge con la feliz coincidencia –para ellos y macabra para nosotros– de la guerra civil. Es entonces cuando se habilita el aeropuerto, se invade el espacio aéreo y Britania pretende, mientras Hispania se sume en su catástrofe fratricida, neutralizar por tierra y aire treinta millas a la redonda que incluso abarcarían hasta Ronda (Gráfico 5). Como el inglés tiene un concepto horizontal del tiempo y se deja llevar por él, no podemos asegurar que la conquista de Gibraltar haya terminado. Aún siguen echando basura a las costas adyacentes, esquilmando bancos de pesca, horadando túneles –la última cifra contrastada por los espías y militares españoles habla de 280 millas subterráneas, lo cual nos sitúa en las afueras de Sevilla– y, dale que dale, trampean y trampean mientras sus buques nucleares nos cortan la respiración cada vez que echan anclas en su dársena. Vamos, que no paran de someter el fenómeno de la expansión a una dinámica persistente. Si al menos habilitáramos un plan económico de penetración parejo al que desarrollaron los chinos en Hong-Kong y que les supuso la devolución de la plaza… pero aquí nadie hace nada para sacar a estos piratas del Peñón.

Isabel la Católica advirtió en su testamento: “No perdáis Gibraltar”. (Su esposo, Fernando II de Aragón, el rey más inteligente que jamás ha tenido España, se lo sugirió a su reina en el lecho de muerte).

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